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A propósito de los 100 años de la Provincia Eclesiástica de Costa Rica (IV): El Gobierno civil y su deseo de voz y voto a la hora de nombrar los obispos

Cuando Marenco llegó a tierras costarricenses, sabía que debía de cerrar de una vez por todas la creación de la provincia eclesiástica de Costa Rica, pero también debía de buscar a los hombres idóneos para cada sitio escogido como sede episcopal. 

Sin embargo, para el caso costarricense, como en otros casos de América Latina, el gobierno del país deseaba tener voz y voto en la designación de los posibles prelados. Los gobernantes del país sabían lo útil que era tener obispos afines a sus políticas o por menos que no ocasionaron problemas ni disturbios sociales, por ende, deseaban su grado de injerencia en la designación de los obispos.

De modo general el gobierno siempre se mostró de acuerdo con la división y hasta había dado una terna para los obispos de las nuevas sedes. Este derecho que había perdido desde 1884 por la derogación del Concordato, pero que, Roma por amistad y diplomacia aún le permitía tal privilegio.

Bajo este panorama Mons. Marenco empezaba a darle forma a la división geográfica y la colocación de los hombres propicios. En un inicio y por sugerencia del Estado la situación sería la siguiente: Mons. Stork para San José, Rafael Castro para Alajuela y un lazarista para Limón. Sin embargo, no todo era tan simple, pues Marenco debía buscarle sitio a Mons. Monestel, del cual ya el gobierno civil, el clero y hasta la misma Internunciatura comunicaban que nadie lo aceptaría en Costa Rica. Sin olvidar el caso de Mons. Volio del cual seguía llegando a Roma y a la Internunciatura correspondencia con información en la cual se presentaba como posible candidato. 

Sobre estos dos casos hay que dejar claro el panorama al que se enfrentaba la Internunciatura, pues explica en cierta medida con cuáles elementos debió jugar y tener en consideración el enviado papal a la hora de desarrollar la tarea encomendada por la Santa Sede.

El rechazo por parte del gobierno civil a la nómina de Monestel era tal que en una oportunidad realizó una lista con los posibles candidatos a obispos donde él ni siquiera figuraba dentro de las opciones. Era tanto el rechazo que en esta lista estaba hasta el nombre de hijos de otras repúblicas, menos el de Monestel. Hecho que debe leerse no necesariamente bajo la lógica de la universalidad de la fe católica, sino como muestra fuerte y férrea del rechazo a Monestel por parte del gobierno costarricense.

La lista entregada por el gobierno citaba a los siguientes hombres: Mons. Guillermo Rojas, costarricense obispo de Panamá, Mons. Claudio Volio, costarricense, obispo de Santa Rosa de Copán, el padre Luis Javier Muñoz, guatemalteco, Superior de la Residencia de los Padres Jesuitas de Barranquilla, Pbro. Doctor Nicolás Tijerino, Arcediano de la Catedral de León, y los costarricenses Dr. Otón Castro, canónigo de San José y Alejandro Porras. 

La lista sin duda se presentó para desechar la posible postulación de Monestel. Lo anterior se argumenta, ya que días después, el gobierno civil indicó que los que realmente desea eran: Stork, Castro y Blessing.


Agustín Blessing Prinzinger
(AHABAT-Fotografías-12)

El panorama para Monestel era tan complicado que Mons. Marenco desde 1917 le había recomendado a la Santa Sede enviarlo a la Delegación Apostólica de Panamá o a la Internunciatura de República Dominicana. Esto porque su insistencia en ser arzobispo o al menos obispo en Costa Rica rayaba en la impertinencia. 

Por su parte, el caso de Volio era algo casi desechado. Lo anterior porque tenía el serio inconveniente de que pertenecía a una familia que había tomado una posición favorable a la dictadura de los Tinoco. Para aquel momento, y en palabras de Mons. Marenco en una carta a Roma, su familia no estaba en buenas relaciones con el gobierno post-dictadura de Julio Acosta y, por ende, era mejor evitarlo.

Tener claro todo esto es lo que permite comprender lo complejo que fue la creación de la provincia eclesiástica de Costa Rica. Desde Cagliero hasta Marenco debieron enfrentar elementos como luchas de poder dentro de la jerarquía católica residente en el país, así como procurar favorecer al gobierno civil, pero también no indisponer al clero residente, pues a fin de cuentas estos últimos serían los que trabajarían en la viña del Señor. La cual, si tenía un enviado no muy grato, el trabajo por el bien de las almas no sería cosa sencilla. 

Por ende, nadie pone en duda qué Mons. Marenco debía de maniobrar con cuidado y mucha precaución para poder concluir de manera favorable su principal trabajo en tierras costarricense. Por ejemplo, debía corresponder al poder político que proponía la terna de Stork, para San José, Castro para Alajuela y Blessing para Limón. Sin embargo, acá salta una duda ¿Por qué Roma escuchaba y se preocupaba tanto por lo que pensaba el gobierno civil? La respuesta es sencilla: diplomacia vaticana. Costa Rica era su principal aliado en la zona, le había abierto las puertas de su territorio para establecer la casa de su enviado y hasta había sido el país que más contribuía con fondos para que el representante del Papa en Centroamérica tuviese una casa en el país y pudiese trabajar con relativa paz. Sin olvidar que las relaciones eran más que cordiales, por ende, Roma no quería pagar con moneda envenenada toda esta buena disposición del gobierno costarricense. 

Ahora bien, con este panorama se llegó a finales de 1920. Periodo en el cual se creía que todo estaba listo para la división y los nombramientos de las nuevas sedes catedralicias en el país, pero como dice el refrán “uno pone y Dios dispone”, pues de manera inesperada Mons. Stork murió el 12 de diciembre de 1920, en Colonia, Alemania, en un viaje que había tenido como primera escala Roma a causa de su Visita Ad Limina. Esto cambió por completo el panorama no solo de los nombramientos, sino de la creación de la provincia eclesiástica.


José Aurelio Sandí Morales

Universidad Nacional

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