A propósito de los 100 años de la Provincia Eclesiástica de Costa Rica (III): Los deseos y anhelos del clero costarricense
Toda diócesis necesita de un obispo y todo obispo necesita de una diócesis. Es bajo esta premisa que se deben entender los nombramientos que se dieron en torno a la Provincia Eclesiástica de Costa Rica entre los años de 1921-1922.
Cuando tomó auge la idea de crear la Provincia Eclesiástica de Costa Rica no se pensó de manera directa en nombres de los consiguientes obispos. Solo se sabía que si se creaba de manera expedita el primer arzobispo de San José sería Mons. Juan Gaspar Stork, quien en ese momento era el obispo de la diócesis-país de Costa Rica. Durante el periodo en el cual Mons. Juan Cagliero fue el delegado Apostólico, no se mencionó ningún nombre para la o las nuevas sedes de episcopales.
El que no se hablara de nombres y hombres en particular, no quiere decir que no existiera quien desease ser obispo. En este caso se puede mencionar que desde 1913, Antonio del Carmen Monestel Zamora lo manifestó de manera abierta al enviar información a Cagliero sugiriendo cambios en la división geográfica e indirectamente presentándose como candidato. Deseaba la mitra de una de las sedes de Costa Rica, en especial la de San José.
Monestel sabía que, por sus estudios y experiencias, podía ser candidato a una silla episcopal. Además, conocía que Cagliero le tenía cierta simpatía y confianza, ya que reconocía en él un celo especial en aspectos como la moral y la fe. Muestra de lo anterior fue su promoción para ser obispo auxiliar de Tegucigalpa, con derecho a sucesión, del titular Mons. Jaime María Martínez y Cabañas.
Tal nombramiento no duró mucho tiempo, ya que para 1917 se encontraba de nuevo en Costa Rica, por haber tenido problemas con el Gobierno hondureño. Además, para ese año, Monestel sabía que no podría volver a tierras catrachas, porque ahí no lo querían ni el clero ni el poder civil, esto por su modo de ser, indicó Mons. Marenco a la Santa Sede en una carta fechada el 19 de julio de 1919.
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Mons. Antonio Monestel Zamora, I Obispo de Alajuela (1921-1937) |
En los documentos hallados en los archivos vaticanos hay constancia que Monestel Zamora aspiraba en grande y deseaba ser el primer arzobispo de San José. Sin embargo, esto era simplemente imposible, no solo porque Stork estaba vivo, sino también porque desde Roma nunca se pensó en removerlo. A lo anterior se unía la “malquerencia” de gran parte del clero josefino, los mismos feligreses y hasta de la clase gobernante de Costa Rica a Monestel.
De lo anterior dejó clara evidencia Mons. Nalio, secretario de la Internunciatura, cuando escribió a la Santa Sede una carta del 10 de febrero de 1917, donde indicó que Monestel no sería aceptado por ningún gobierno de Costa Rica, y que además tenía ganado el rechazo del clero y la feligresía en general por su prepotencia, arrogancia y mal carácter.
A pesar de esta información, Mons. Marenco llegó con indicaciones claras desde Roma. Todo obispo debía de tener diócesis, porque no se deseaba obispos sin sede y residentes en otros sitios que no fuese su diócesis titular.
El problema es que no solo Monestel quería ser obispo en Costa Rica. De una manera un poco “extraña” le empezaron a llegar cartas al despacho de Mons. Marenco y a la misma Roma sobre la posibilidad de trasladar a Mons. Claudio María Volio, costarricense quién era obispo en Santa Rosa de Copán en Honduras, a Costa Rica.
Si bien es cierto al escritorio de Mons. Marenco y a Roma llegaron cartas que le insinuaban el deseo de Claudio Volio de ser obispo en Costa Rica, sus deseos fueron menos intensos y menos problemáticos que los de Monestel.
Dentro de la correspondencia que se escribió a favor de Volio se encuentra la carta que Mons. Alfonso Belloso, obispo auxiliar de San Salvador, envió el 2 de diciembre de 1920 al “Secretario de la Sagrada Congregación de Negocios Eclesiásticos”, en Roma, donde le comunicaba que Mons. Volio era infeliz a causa de su condición de obispo en un lugar desolado, privado de vías de comunicación y sin el clero suficiente para poder evangelizar la región. Belloso prosiguió e indicó que Honduras era un sitio que necesitaba religiosos no miembros del clero secular, esto a causa de que “El gobierno los prefiere y el pueblo los adora por sus cualidades especiales”. El salvadoreño continuó su argumentación resaltando la postura de Volio como obispo, el cual si deseaba renunciar a su encargo no lo hacía solo por su “altivez y fidelidad a sus promesas”, pero que era mejor que fuese obispo en Costa Rica por ser un lugar donde “tendría inmensamente más campo de acción” y sus frutos religiosos serían más abundantes.
Si Mons. Marenco era un hombre observador, pudo haber notado desde el primer día de su llegada a Costa Rica el interés de estos dos hombres por ser obispos en Costa Ricas. De manera “curiosa” el 19 de abril de 1917, cuando llegó Marenco a Costa Rica, quienes lo fueron a recibir fueron nada más y nada menos que Mons. Volio y Mons. Monestel. Esta bienvenida fue sin duda el preámbulo de los encuentros y desencuentros con estos dos obispos a causa de las nóminas a futuros prelados en Costa Rica. Sin olvidar, y como bien lo ha enmarcado la historia de la Iglesia católica y el mismo Papa Francisco lo ha dicho, uno de los principales males que ha aquejado a la clerecía católica ha sido la ambición.
El problema es que no era solo que ciertos sacerdotes querían ser obispo, es que el gobierno central del país también tenía a sus candidatos. Otra piedra más al pesado saco que le tocó cargar a Mons. Marenco en su tarea de crear la Provincia Eclesiástica de Costa Rica, pero este será tema de la próxima entrega, la injerencia que deseaba tener el poder civil en los nombramientos de los nuevos prelados.
José Aurelio Sandí Morales
Universidad Nacional
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