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Una diócesis propia para un país independiente (VIII). En busca de un obispo ante la Santa Sede y un amigo para el Estado: el nombramiento de Anselmo Llorente y Lafuente como un contrapeso.

Creada y delimitada la nueva diócesis para Costa Rica, los gobernantes del país se debieron enfrentar a un terreno ignoto, pues las relaciones con un obispo residente en el país era algo nuevo para ellos. Por ende, era fundamental que aquella persona fuera costarricense, el motivo de este anhelo era, de nueva cuenta, que dentro de Costa Rica gobernaran los costarricenses. Pero también -casi por razones obvias-, el elegido debía ser de la simpatía del clero, cumplir con las exigencias de Roma, pero, sobre todo, ser del agrado del Estado. El deseo de que el nuevo obispo de San José fuese costarricense radicó en un hecho fundamental, puesto que dentro del proceso de consolidación de la independencia y en la creación de un Estado se trató de interiorizar una identidad colectiva: la costarricense. 

Es interesante que uno de los rasgos de idoneidad fuera que el obispo debía ser natural del país, pues el gobierno del presidente Juan Mora Porras no realizó en ningún momento un estudio de los posibles sacerdotes aptos que vivían en el país. Tampoco se contempló la posibilidad de que el padre José Gabriel del Campo, luego de ser el Vicario Capitular, fuese candidato para la mitra josefina. Por desconocimiento o por no querer informarse bien -a ciencia cierta no se sabe-, el gobierno desconocía el clero residente y el nacido en el país que reuniera los requisitos para ser obispo. Fue así como el presidente Juan Mora Porras propuso como su candidato al sacerdote Rafael del Carmen Calvo, quien era hermano de su ministro Joaquín Bernardo Calvo. Con esto, Mora Porras evidenció su deseo e interés, y el de su administración, de contar con un aliado fuerte dentro de la jerarquía católica del país.

Ante la aparente ausencia de otros candidatos, Calvo pareció ser la única opción de los gobernantes, el 23 de noviembre de 1850 el presidente Mora le indicó a Fernando de Lorenzana, el nuevo representante de Costa Rica ante las cortes y gobiernos europeos, que sostuviera la candidatura del padre Rafael del Carmen Calvo. Esta solicitud la hizo porque ya era de su conocimiento que el candidato del arzobispo de Guatemala era Anselmo Llorente y Lafuente, costarricense residente en ese país centroamericano, y de quien Mora Porras no tenía mínima idea. En esta solicitud, se le indicó a Lorenzana que si no se aceptaba la propuesta de Calvo se presentara la de Anselmo Llorente, y si éste era aceptado, que luchara para que Calvo fuese nombrado auxiliar de San José, si ninguno de estos dos era elegido, solicitase el nombramiento de un español o romano para el cargo. 

Se deben entender estos encargos solicitados a Lorenzana como una forma de conseguir, a toda costa, sus objetivos: 1) la posibilidad de ejercer el mayor control posible dentro de la jerarquía católica, al proponer a Calvo al menos como auxiliar de Llorente o cualquier otro que fuese elegido. Así como, 2) rechazar la posibilidad del nombramiento de un sacerdote de la región, porque el plan era consolidar el poder de los costarricenses en el país, al punto de preferir a un europeo que a un centroamericano si Calvo o Llorente no era preconizados. 

Para Monseñor Víctor Manuel Sanabria, en su libro sobre Mons. Llorente, el proceder de Mora tuvo su origen en el contexto mismo en que se desarrolló, pues aseguró que en ese momento tomaba fuerza en “Costa Rica una ola de nacionalismo en oposición al centroamericanismo”, que deseaba evitar “que el Prelado sirviera de pretexto cuando no de medio a cualquier centroamericanización de Costa Rica”. En lo propuesto por Sanabria, uno de los objetivos del gobierno era evitar que fuese un centroamericano, aspecto que concuerda en gran medida con lo demostrado por Víctor Hugo Acuña, quien afirmó que desde 1810 se venía forjando una identidad y una inclinación del costarricense a verse y sentirse distinto del resto de los habitantes de la región.


Mons. Anselmo Llorente y Lafuente, I obispo de San José
(detalle del retrato existente en el Archivo Histórico Arquidiocesano Mons. Bernardo Augusto Thiel)


Esta diferenciación a la que Acuña se refiere y que se ubica en una larga data, fue utilizada por la élite gobernante del país para argumentar que Costa Rica era un lugar diferente, donde reinaba la paz, donde la mayoría de sus habitantes eran blancos y todos propietarios. De igual manera, Acuña relata que, durante estos años, se creyó que luego de la independencia el progreso económico solo había llegado a estas tierras. Si estos eran los sentimientos antes de 1850, no se puede esperar que para ese año las cosas hubieran cambiado. Se esperaba a todas luces a un costarricense como obispo y, de no ser así, un europeo, pues en la opinión de los gobernantes y autoridades civiles y eclesiales no podía estar en el poder un hombre de la región, cuyo país de origen no fuera superior a Costa Rica.

Así las cosas, la Santa Sede comprendió el contexto de consolidación de independencia y de construcción del Estado costarricense, razón por la que se nombró a un costarricense como obispo. En el Consistorio privado del 10 de abril de 1851, Pio IX nombró a Vicente Anselmo Llorente y Lafuente como primer obispo de San José de Costa Rica, quien significó un importante contrapeso para el gobierno, por su rectitud y disciplina. Inclusive, en su libro, Sanabria mencionó que Llorente no logró llevarse bien con el clero y mucho menos con el gobierno, debido a que su hermano, el padre Ignacio Llorente, fue su vicario desde 1852, en compañía de sus sobrinos, Francisco María Yglesias Llorente y Julián Volio Llorente, quienes fueron sus asistentes más cercanos, ambos enemigos políticos de Mora Porras. A pesar de que Mora no lograra su cometido de tener un amigo del Estado como autoridad eclesial, el nombramiento de Llorente fue un elemento más que terminó de consolidar la independencia de Costa Rica, con esto, culminaron los esfuerzos de una élite gobernante por conseguir un obispado dentro de sus linderos y jurisdicción.


Raquel Alfaro Martínez y José Aurelio Sandí Morales
Escuela de Historia, UNA

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